Wilde
atribuye la siguiente broma a Carlyle: una biografía de Miguel Ángel que
omitiera toda mención de las obras de Miguel Ángel. Tan compleja es la
realidad, tan fragmentaria y tan simplificada la historia, que un observador
omnisciente podría redactar un número indefinido, y casi infinito, de
biografías de un hombre, que destacan hechos independientes y de las que
tendríamos que leer muchas antes de comprender que el protagonista es el mismo.
Simplifiquemos desaforadamente una vida: imaginemos que la integran trece mil
hechos. Una de las hipotéticas biografías registraría la serie 11, 22, 33...;
otra, la serie 9, 13, 17, 21...; otra, la serie 3, 12, 21, 30, 39... No es
inconcebible una historia de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de
su cuerpo; otra, de las falacias cometidas por él; otra, de todos los momentos
en que se imaginó las pirámides; otra, de su comercio con la noche y con las
auroras. Lo anterior puede parecer meramente quimérico; desgraciadamente, no lo
es. Nadie se resigna a escribir la biografía literaria de un escritor, la
biografía militar de un soldado; todos prefieren la biografía genealógica, la
biografía económica, la biografía psiquiátrica, la biografía quirúrgica, la
biografía tipográfica. Setecientas páginas en octavo comprende cierta vida de
Poe; el autor, fascinado por los cambios de domicilio, apenas logra rescatar un
paréntesis para el “Maelström” y para la cosmogonía de Eureka. Otro ejemplo: esta curiosa revelación del prólogo de una
biografía de Bolívar: «En este libro se habla tan escasamente de batallas como
en el que el mismo autor escribió sobre Napoleón». La broma de Carlyle predecía
nuestra literatura contemporánea: en 1943 lo paradójico es una biografía de
Miguel Ángel que tolere alguna mención de las obras de Miguel Ángel.
El
examen de una reciente biografía de William Beckford (1760-1844) me dicta las
anteriores observaciones. William Beckford, de Fonthill, encarnó un tipo
suficientemente trivial de millonario, gran señor, viajero, bibliófilo,
constructor de palacios y libertino; Chapman, su biógrafo, desentraña (o
procura desentrañar) su vida laberíntica, pero prescinde de un análisis de Vathek, novela a cuyas últimas diez
páginas William Beckford debe su gloria.
He
confrontado varias críticas de Vathek.
El prólogo que Mallarmé redactó para su reimpresión de 1876, abunda en
observaciones felices (ejemplo: hace notar que la novela principia en la azotea
de una torre desde la que se lee el firmamento, para concluir en un subterráneo
encantado), pero está escrito en un dialecto etimológico del francés, de
ingrata o imposible lectura. Belloc (A
Conversation with an Angel, 1928) opina sobre Beckford sin condescender a
razones; equipara su prosa a la de Voltaire y lo juzga uno de los hombres más
viles de su época, one of the vilest men
of his time. Quizá el juicio más lúcido es el de Saintsbury, en el undécimo
volumen de la Cambridge History of
English Literature.
Esencialmente
la fábula de Vathek no es compleja.
Vathek (Harún Benalmotásim Vatiq Bilá, noveno califa abasida) erige una torre
babilónica para descifrar los planetas. Estos le auguran una sucesión de
prodigios, cuyo instrumento será un hombre sin par, que vendrá de una tierra
desconocida. Un mercader llega a la capital del imperio: su cara es tan atroz
que los guardias que lo conducen ante el califa avanzan con los ojos cerrados.
El mercader vende una cimitarra al califa; luego desaparece. Grabados en la
hoja hay misteriosos caracteres cambiantes que burlan la curiosidad de Vathek.
Un hombre (que luego desaparece también) los descifra; un día significan: “Soy
la menor maravilla de una región donde todo es maravilloso y digno del mayor
príncipe de la tierra”; otro: “Ay de quien temerariamente aspira a saber lo que
debería ignorar”. El califa se entrega a las artes mágicas; la voz del
mercader, en la oscuridad, le propone abjurar la fe musulmana y adorar los
poderes de las tinieblas. Si lo hace, le será franqueado el Alcázar del Fuego
Subterráneo. Bajo sus bóvedas podrá contemplar los tesoros que los astros le
prometieron, los talismanes que sojuzgan el mundo, las diademas de los sultanes
preadamitas y de Suleimán Bendaúd. El ávido califa se rinde; el mercader le
exige cuarenta sacrificios humanos. Transcurren muchos años sangrientos;
Vathek, negra de abominaciones el alma, llega a una montaña desierta. La tierra
se abre; con terror y con esperanza, Vathek baja hasta el fondo del mundo. Una
silenciosa y pálida muchedumbre de personas que no se miran erra por las
soberbias galerías de un palacio infinito. No le ha mentido el mercader: el
Alcázar del Fuego Subterráneo abunda en esplendores y en talismanes, pero
también es el Infierno. (En la congénere historia del doctor Fausto, y en las
muchas leyendas medievales que la prefiguraron, el Infierno es el castigo del
pecador que pacta con los dioses del Mal; en ésta es el castigo y la
tentación.)
Saintsbury
y Andrew Lang declaran o sugieren que la invención del Alcázar del Fuego
Subterráneo es la mayor gloria de Beckford. Yo afirmo que se trata del primer
Infierno realmente atroz de la literatura.[1]
Arriesgo esta paradoja: el más ilustre de los avernos literarios, el dolente regno de la Comedia, no es un lugar atroz; es un lugar en el que ocurren hechos
atroces. La distinción es válida.
Stevenson
(“A Chapter on Dreams”) refiere que en los sueños de la niñez lo perseguía un
matiz abominable del color pardo; Chesterton (The Man who was Thursday, IV) imagina que en los confines
occidentales del mundo acaso existe un árbol que ya es más, y menos, que un
árbol, y en los confines orientales, algo, una torre, cuya sola arquitectura es
malvada. Poe, en el “Manuscrito encontrado en una botella”, habla de un mar
austral donde crece el volumen de la nave como el cuerpo viviente del marinero;
Melville dedica muchas páginas de Moby
Dick a dilucidar el horror de la blancura insoportable de la ballena... He
prodigado ejemplos; quizá hubiera bastado observar que el Infierno dantesco
magnifica la noción de una cárcel; el de Beckford, los túneles de una
pesadilla. La Divina Comedia es el
libro más justificable y más firme de todas las literaturas: Vathek es una mera curiosidad, the perfume and suppliance of a minute;
creo, sin embargo, que Vathek
pronostica, siquiera de un modo rudimentario, los satánicos esplendores de
Thomas de Quincey y de Poe, de Charles Baudelaire y de Huysmans. Hay un
intraducible epíteto inglés, el epíteto uncanny,
para denotar el horror sobrenatural; ese epiteto (unheimlich en alemán) es aplicable a ciertas páginas de Vathek; que yo recuerde, a ningún otro
libro anterior.
Chapman
indica algunos libros que influyeron en Beckford: la Bibliothéque Orientale, de Barthélemy d’Herbelot; los Quatre Facardins, de Hamilton; La Princesse de Babylone, de Voltaire;
las siempre denigradas y admirables Mille
et une Nuits, de Galland. Yo complementaría esa lista con las Carceri d’invenzione, de Piranesi;
aguafuertes alabadas por Beckford, que representan poderosos palacios, que son
también laberintos inextricables. Beckford, en el primer capítulo de Vathek, enumera cinco palacios dedicados
a los cinco sentidos; Marino, en el Adone,
ya había descrito cinco jardines análogos.
Sólo
tres días y dos noches del invierno de 1782 requirió William Beckford para
redactar la trágica historia de su califa. La escribió en idioma francés;
Henley la tradujo al inglés en 1785. El original es infiel a la traducción;
Saintsbury observa que el francés del siglo XVIII es menos apto que el inglés
para comunicar los «indefinidos horrores» (la frase es de Beckford) de la
singularísima historia.
La
versión inglesa de Henley figura en el volumen 856 de la Everyman’s Library; la
editorial Perrin, de París, ha publicado el texto original, revisado y
prologado por Mallarmé. Es raro que la laboriosa bibliografía de Chapman ignore
esa revisión y ese prólogo.
Buenos Aires, 1943.
[1] De la literatura, he dicho, no de la mística: el
electivo Infierno de Swedenborg —De coelo
et inferno, 545, 554— es de fecha anterior.
En Otras inquisiciones, 1952.
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