El
siglo XVIII inglés presenció algunas efervescencias memorables. La invención de
la linterna mágica y el fantascope,
el furor de las reseñas literarias, el auge de los shadow plays y los dioramas, el culto de las ruinas, la abigarrada
irrupción de las mujeres al ejercicio de la pluma son sólo algunas de ellas y
evidencian, en todos los casos, un cambio en los hábitos de producción y
consumo cultural, así como una preocupación por las formas y códigos de la
representación misma.
El
siglo era complejo. No hay que olvidar que el floreciente arte del jardín y los
preceptos iluministas a favor de un arte y una filosofía política neoclásicas
coinciden, en Inglaterra, con la urbanización de la miseria y una
industrialización desenfrenada, que acabó erosionando al Antiguo Orden. Del
otro lado del canal, la Revolución Francesa amenazaba de manera explícita.
Los
cimbronazos del siglo tuvieron en Horace Walpole y en William Beckford a dos
aliados, instigadores y testigos ejemplares. El primero había nacido en 1717 en
una familia de nobles y fue, como tantos otros de su época y su clase,
coleccionista, escritor de cartas (se conservan cuarenta y cinco volúmenes de
su correspondencia), anticuario, editor, ensayista, miembro del Parlamento y
experto en Historia, Pintura y Genealogía. Un hombre, en suma, prolijamente
excéntrico, cuya contribución más curiosa a la literatura es el libro ya
mencionado, The Castle of Otranto
(1764).
Esta
novela, se sabe, tiene una génesis fascinante. Al parecer, habiendo soñado un
castillo, Walpole se retiró de la actividad política, compró unos terrenos a
las orillas del Thames, en el área de Strawberry Hill, a menos de treinta
millas al sur de Londres, y por años no hizo más que contratar, suplicar, despedir
y contrariar a infructuosos arquitectos que no lograban captar las convulsiones
de un sueño que él mismo no terminaba de soñar y cuyas reglas, inexorablemente,
se le escapaban.
En
algún sentido, la construcción de Strawberry Hill puede leerse como epopeya
lírica. O, lo que es igual, Como un síntoma, una originalidad. Se sabe que, en
lo estrictamente concreto, fracasó. Pero ese primer fracaso le puso en las
manos un segundo, esta vez esplendoroso. Algo, al parecer, había macerado
dentro de él y entonces, su fantasmagoría nocturna pudo transformarse en
proeza, surgir como escritura, es decir como reliquia de una carencia, como el
rostro admirable de una pérdida.
Por
su parte, el castillo de Strawberry Hill, producto de tantas idas y vueltas,
existe hoy como una prueba más, si hiciera falta, de que la imaginación se
revela, casi siempre, como una forma de la angustia. Todo en él es una prueba
ostentatoria de esta premisa. Los espejos que siguen las formas forestales del
gótico, tal como las describió John Ruskin en The Stones of Venice (1858). Los cuartos oscuros y claustrofóbicos.
Las chimeneas, inspiradas en las tumbas de las grandes catedrales de
Westminster, York o Canterbury. Las ventanas en forma de rosetas. Las paredes
de seda de damasco. Algunos techos, tapizados de terciopelo escarlata, trenzados
con hilos dorados y tachonados de borlas y festones. Nichos en las paredes,
pequeñas criptas donde reposan estatuas de comendadores, armaduras de
caballeros andantes, claustros saturados de curiosidades, como si lo religioso
importara sólo como ornato. Todo es tan monástico en mi casa, decía Walpole,
suspirando, a quienes lo visitaban mientras desayunaba en la recámara azul, en
compañía de sus ardillas amaestradas. Después, les mostraba los tanques con
peces dorados. Las siete bibliotecas con sus quince mil ejemplares Los antílopes
de oro, enjaulados, con sus cornamentas vertiginosas, decorando las escaleras
iluminadas por arañas de cristal veneciano. El más venerable gloom desde los tiempos de Abelardo,
sentenció Alexander Pope.
Esta
escenografía de efectos emocionales que es también, por supuesto, el telón de
fondo sobre el que se desarrolla El
castillo de Otranto fue muy criticada en su tiempo por sus absurdidades,
falta de moralidad y mal gusto. Y, sin embargo, es precisamente esta incerteza
en materia de tono y estilo la que abre una incisión irreparable en la
literatura inglesa y crea esa falsa luz imprescindible donde Manfred, el
villano ambicioso de Otranto, despliega sus maldades y hace ver, a contraluz,
las tensiones que carcomen al siglo. No son otros los méritos de esta primera
novela gótica. Con ella, con sus encarnaciones espectrales, comienza a
revelarse una incapacidad social fundamental para sostener, por medio de la
razón, la virtud o el honor, las viejas leyes de primogenitura, propiedad y
patriarcado que cimentaban, hasta ese entonces, el Orden. La gangrena negra ya
no se detendrá. Antes bien, va a horadar el edificio de la Ley hasta
resquebrajar los modelos de representación convencional, creando las
condiciones para el surgimiento del Sturm
und Drang.
Apenas
unas décadas después, William Beckford (1760-1844) reitera y completa estos
gestos profanatorios. Autor de algunas misceláneas eruditas, de varios relatos
de viaje y de una singularísima novela en episodios, Vathek, también él había nacido en el seno de una familia
aristocrática y mandó a construir una morada negra en las proximidades de Bath.
Desaparecido hoy, Fonthill Abbey fue, en su momento, el edificio más
sensacional de estilo gótico inglés, tal como lo definió Viollet-le-Duc en su Dictionnaire raisonné d’Architecture de
dieciséis volúmenes, publicado a mediados del siglo XIX.
Al
parecer, Fonthill era una guarida sofisticada y peligrosa. Allí Beckford, que
había sido alumno de Mozart, fijó su residencia tras haber cumplido con los
viajes que su familia y educación le exigían. Atrás quedaron su estadía en
Suiza, donde escribió el Vathek en
francés, y sus andanzas por Italia, y ya no hubo, de pronto, más que la
obsesiva decoración de su casa, entendida como inagotable gabinete de curiosidades.
Allí vivió, a partir de 1796, como un recluso, leyendo la biblioteca entera de
Edward Gibbon, que había comprado en Londres. Allí, iluminado por una luz
necromántica, invención de su amigo el conde Philippe de Loutherbourg, tuvo el
tupé, como el califa árabe de su novela, de prolongar su niñez (de vender su
alma al Príncipe de las Tinieblas) y de crear para sí un mundo en miniatura, un
espacio cerrado de intensidades como una cajita de música, donde representar su
teorema de la felicidad imposible.
Lord
Byron comprendió la finura de esa perversión y la festejó, confundiendo autor y
personaje, en su poema Childe Harold’s
Pilgrimage (1885): There thou too,
Vathek/ England’s wealthiest son/ Once form’d thy paradise (Allí también
tú, Vathek/ el hijo más rico de Inglaterra/ construiste una vez tu paraíso.) Por
su parte, Mallarmé, que vio en el vagabundeo del califa árabe una figura
expresionista de una ruina afectiva, pudo leer el Vathek como una semántica de la noche donde proyectar la figura del
esteta, del poeta maldito.
Que
Fonthill Abbey pueda verse como una réplica ampliada de esa gran cueva oriental
que es el Infierno de Iblís (ese lugar al que se va, no para ser castigado por
los pecados, sino para pecar) no es, en todo caso, irrelevante. Tampoco lo es
la recurrencia, a lo largo de la novela, de la idea de colección. En Vathek, en efecto, todos son
coleccionistas: Vathek colecciona conocimiento (incluso, de ciencias inexistentes);
su madre Carathis, la mudez y la pestilencia, Iblís, corazones congelados; la princesa
Nuronihar, prometida de Vathek, la germinación de su imagen en la sensualidad desatada
de su amado; y hasta existe un emir que colecciona inválidos.
Podría
decirse que Vathek, igual que Manfred u otros personajes de la literatura
gótica, procura la detención del tiempo y la promiscuidad de la pena, con la
obstinación de quien se niega a haber perdido la infancia. Algo semejante
ocurre en la mansión real de Fonthill. En ambos casos, Beckford se nutre de
toques de Oriente, de una sensualidad más lúcida que la inteligencia y de la
inteligencia de la oscuridad y, con esos tres ingredientes, construye una posesión
que, a la vez, cancela el objeto y el presunto sujeto de lo poseído. El
resultado es pura fusión, una fundición, una fundación posible de nuevos significados
antiquísimos. La poesía no anhela otra cosa.
Un
palacio de esteta es un museo vivo, un sitio donde buscar el desvío incansable,
el aire para poder respirar adentro del ahogo (Beckford era asmático). No
confundir: cuando el drama se desencadena, ya todo está perdido. Como en el
amor, lo único que existe desde siempre es la tristeza. De ahí la melancolía de
coleccionar objetos, poemas, fragmentos de lenguaje. Robar los propios
recuerdos con la esperanza de exhibir, al menos, la desmesura como talismán
contra el tedio, como antídoto contra la fugacidad. Preferible, diría Beckford,
tolerar la frustración de no ser comprendido a desdibujarse en la mediocridad. La
frustración, al menos, puede llevar a los pequeños féretros luminosos de la
escritura.
Vistas
desde esta perspectiva las fantasmagorías, de Horace Walpole y William Beckford
se parecen. Ambos actúan como expatriados que vuelven a un sitio que nunca les perteneció.
Ambos organizan furiosos ejercicios de mal gusto, parodias empalagosas, efectos
teatrales como sinestesias, todo lo necesario, cruel y grotesco para acoger y
promover la autodramatización. Su fiesta lúgubre quiere siempre más, exhibe sus
secretos para saturar el espacio y, así, no permitir ningún intersticio por
donde pudiera escapar el dolor, como si confiaran en que, intensificado, éste
es capaz de redundar en un núcleo de belleza, algo parecido a un animal herido
sobre un desierto de nieve. En esa casa que eligen, cada cosa hace su muerte
pero la muerte no es una intensidad cero sino un refugio del sentimiento. Un
espacio entre la apatía y la metamorfosis, donde cada experiencia se vuelve
espejo y cada jaula una promesa, un objeto retirado hacia su imagen, su
inminencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario