¿Sólo para volver a ver mi rostro
en un estanque muerto, lleno de hojas muertas, en un jardín estéril, me detuve
después de tanto tiempo en la pequeña capital? Cuando me aproximaba a ella no
pensaba tener otro motivo que éste.
Regresando del mar y de las
grandes ciudades de la costa, sentía el deseo de las cosas ocultas, de las
calles estrechas, de los muros silenciosos y un poco ennegrecidos por las
lluvias. Estaba seguro de hallar todo eso en la pequeña capital, en la ciudad
donde había estudiado durante cinco años, con maestros de clásicas barbas
blancas, las ciencias más germánicas y más fantásticas.
Recordaba a menudo la querida
ciudad, tan sola en medio de la llanura, como una exiliada (he pensado siempre que
existen también ciudades desterradas de su propia patria), sin río, sin torres
ni campanarios, casi sin árboles, pero totalmente quieta y resignada en torno
al gran palacio rococó, en el que charla y duerme la corte. En las calles, a
cada cien pasos, hay un pozo y junto al pozo una fuente y sobre cada fuente un
guerrero de terracota, pintado de azul y rojo pálido.
Recordaba también la casa en que
viví durante los años de mi aprendizaje científico. Mis ventanas no se abrían
sobre la plaza sino sobre un gran jardín, cerrado entre las casas, donde había,
en un rincón, un estanque circuido por rocas artificiales. A nadie le importaba
el jardín: el viejo señor había muerto y la hija, aburrida y devota,
consideraba a los árboles como herejes y a las flores como vanidosas. También
el estanque había muerto por su culpa. Ningún chorro brotaba ya de su seno. El
agua parecía tan cansada e inmóvil como si fuese la misma desde hacía una
cantidad enorme de años. Por lo demás, las hojas de los árboles la cubrían casi
enteramente e incluso las hojas parecían haber caído allí en otoños míticamente
lejanos.
Este jardín fue el sitio de mis
alegrías mientras viví en la pequeña capital. Tenía la libertad de poder
visitarlo cada hora y cuando los maestros no me llamaban me sentaba con algún
libro junto al estanque, y cuando estaba cansado de leer o la luz menguaba,
intentaba mirar mis ojos reflejados en el agua o contaba las viejas hojas y
seguía con estática ansiedad sus lentos viajes bajo el hálito desigual del
viento. Alguna vez las hojas se apartaban o se reunían todas en el fondo y
entonces veía en el agua mi rostro y lo contemplaba tan largamente que me
parecía no existir más por mí mismo, con mi cuerpo, sino ser solamente una
imagen fijada en el estanque por la eternidad.
Fue por eso que corrí
inmediatamente al jardín, apenas llegué a la pequeña capital. Habían pasado
muchos años, pero la ciudad se mantenía igual. Por las mismas calles estrechas
pasaban las mismas mujeres enanas y amarillentas, de cofias ajadas, y los guerreros
de terracota, inútiles y ridículos, se apoyaban en el puño de las espadas sobre
las habituales fuentes.
Y también el jardín estaba tal
como yo lo había dejado, también el estanque estaba como yo lo vi por última
vez, antes de regresar a mi patria. Alguna mata de más en los canteros, algunas
hojas más en el estanque y todo el resto como antaño. Quise entonces volver a
ver mi cara en el agua y me di cuenta de que era diferente, muy diferente de
aquella que tan lúcidamente recordaba. El encanto de ese estanque, de ese sitio
volvió a apoderarse de mí. Me senté sobre una de las rocas artificiales y con
la mano moví las hojas muertas para formar un espejo más grande a mi rostro
palidecido y transfigurado. Permanecí algunos minutos mirando mi imagen y pensando
en las leyes del tiempo cuando vi dibujarse en el agua otra imagen junto a la
mía. Me volví bruscamente: un hombre se había sentado a mi lado y se reflejaba
junto a mí en el estanque. Lo miré sorprendido -volví a mirarlo y me pareció
que se me asemejaba un poco. Dirigí de nuevo los ojos al estanque y contemplé
otra vez su imagen reflejada sobre el fondo sombrío. Al instante comprendí la
verdad: ¡su imagen se parecía
perfectamente a la que yo reflejaba siete años antes!
En otro tiempo, quizás, aquello
me hubiera espantado y seguramente habría gritado como quien se halla preso en
el círculo de alguna invencible obsesión. Pero yo sabía ahora que solamente lo
imposible se vuelve real algunas veces y por lo tanto no sentí el menor asomo
de terror. Tendí la mano al hombre, que me la estrechó, y le dije:
—Sé que tú eres yo mismo, un yo
que pasó hace mucho, un yo que creía muerto pero que vuelvo a ver aquí, tal
como lo dejé, sin cambio visible. Y no sé, oh mi yo pasado, qué deseas de mi yo
presente, pero sea lo que fuere no sabré negártelo.
El hombre me miró con cierto
estupor, como si me viera por primera vez, y respondió después de unos
instantes de vacilación:
“Quisiera estar un poco contigo.
Cuando tú creíste partir definitivamente yo permanecí aquí, en esta ciudad
donde no pasa el tiempo, sin moverme, sin hacer nada, esperándote. Sabía que
regresarías. Habías dejado la parte más sutil de tu alma en el agua de este
estanque y de esta alma yo he vivido hasta hoy. Pero ahora quisiera unirme
nuevamente a ti, permanecer estrechado a ti, viviendo contigo, escuchando de ti
el relato de tus vidas de todos estos años. Yo soy como tú eras entonces y no
conozco de ti más que lo que tú conocías entonces. Comprende mi ansiedad de
saber y de escuchar. Hazme de nuevo tu compañero hasta que partas una vez más
de esta ciudad exiliada del mundo y del tiempo.”
Asentí con la cabeza y salimos
del jardín tomados de la mano, como dos hermanos.
Comenzó entonces para mí uno de
los periodos más singulares de mi vida, esta vida mía tan diferente ya de la de
otros hombres. Viví conmigo mismo —con mi yo transcurrido— algunos días de
imprevista alegría. Mis dos yo
caminaban por las calles mal empedradas, en medio del silencio que reinaba
desde hacía tanto tiempo en la pequeña capital —¡un silencio que databa del
siglo decimoctavo! —, y conversaban incesantemente tratando de recordar las
cosas que vieron, los hombres que conocieron, los sentimientos que los
agitaron, los sueños que dejaron un amargo sabor en sus espíritus. Las dos
almas —la antigua y la nueva— buscaron juntas la universidad, silenciosa y
sepulcral como un monasterio montañés —recorrieron el jardín a la francesa,
detrás del palacio rococó, donde las estatuas, mutiladas y ennegrecidas, no
concedían más de una mirada a las alamedas infinitas— y se aventuraron hasta el
Liliensee, una chacra mal excavada
que por decreto de los viejos príncipes había llegado a obtener el nombre de
lago. ¡No puedo recordar aquellos días de paseos y de confidencias sin que
desfallezca por un instante mi corazón! Pero luego de las primeras horas de
efusión, después de los primeros días de evocaciones, comencé a sentir un tedio
inenarrable al escuchar a mi compañero. Ciertas ingenuidades, ciertas
brutalidades, ciertos modos grotescos que continuamente exhibía me
desagradaban. Me percaté, además, al hablar extensamente con él, de que estaba
lleno de ideas ridículas, de teorías ya muertas, de entusiasmos provincianos
hacia cosas y seres que yo ni siquiera recordaba. Confiaba en ciertas palabras,
se conmovía con ciertos versos, se exaltaba ante ciertos espectáculos que a mí,
en cambio, me inspiraban muecas o sonrisas. Su cabeza estaba llena todavía de
ese romanticismo genérico, desproporcionado, hecho de cabelleras desmelenadas,
de montañas malditas, de bosques tenebrosos, de tempestades y de batallas con
redoblar de truenos y tambores, y su corazón se deshacía en aquel pathos germánico (flores azules, luna
entre nubes, tumbas de castas novias, cabalgatas nocturnas, etcétera) del cual
vivían los esmirriados petimetres melancólicos y las señoritas rubias un poco
obesas.
Su ingenuo orgullo, su
inexperiencia del mundo, su ignorancia profunda de los secretos de la vida, que
al principio me divertían, terminaron por cansarme, por suscitar en mí una
especie de compasión despreciativa que poco a poco llegó a la repugnancia.
Durante algunos días aún supe
resistir mi deseo de insultarlo o de huir, pero una mañana, luego de que hubo
declamado con gran énfasis un lied
estúpidamente conmovedor, sentí que mi desprecio iba transformándose en odio.
“Y sin embargo, pensé, yo mismo
he sido en otra época este hombre del que me burlo, este joven ridículo e
ignorante. Él es todavía, de alguna manera, yo mismo. Durante estos largos años
yo he vivido, he visto, he adivinado, he pensado y él ha permanecido aquí, en
la soledad, intacto, perfectamente igual a ese que era yo el día en que dejé
estos lugares. Ahora mi yo presente desprecia a mi yo pasado —y sin embargo en
ese tiempo yo creía, más que hoy todavía, ser el hombre superior, el ser alto y
noble, el sabio universal, el genio expectante. Y recuerdo que entonces
despreciaba a mi yo pasado, mi pequeño yo de niño ignorante y sin refinamiento
todavía. Ahora desprecio a aquel que despreciaba. Y todos estos
menospreciadores y menospreciados han tenido el mismo nombre, han habitado el
mismo cuerpo, se presentaron ante los hombres como un solo ser vivo. Después de
mi yo presente, se formará otro que juzgará a mi alma de hoy tal como yo juzgo
hoy a la de ayer. ¿Quién tendrá piedad de mí si yo no la tengo para mí mismo?”
Mientras yo pensaba esto, el yo
antiguo me hablaba y declamaba. Yo no tenía nada ya para decirle y callaba; él
no tenía nada más para decirme, pero, en vez de callar, fabricaba frases y
recitaba poesías horriblemente extensas. ¿Qué había ahora de común entre
nosotros? Habiendo agotado los recuerdos del pasado lejano, yo no podía hablar
con él del pasado próximo, de todo mi mundo reciente de bellezas conocidas, de
corazones amados y destrozados, de paradojas improvisadas en torno de la mesa
de té, y mucho menos del sueño doloroso que ocupa ahora íntegramente mi alma.
Era inútil decirle todo eso; él no me comprendía. El sonido de ciertas palabras
que me sugería toda una escena, las asociaciones de ideas de un perfume, de un
nombre, de un rumor nada le decían a su alma. Me rogaba que le hablara, y si
consentía, me escuchaba con curiosidad pero sin sentir, sin comprender, sin
revivir conmigo lo que yo le narraba. Sus ojos se perdían en el vacío y apenas
yo enmudecía recomenzaba sus declamaciones y sus melosidades sentimentales.
Llegó, pues, un día en que el
odio contra ese pasado yo mío no supo ya contenerse. Le dije entonces con mucha
firmeza que no podía más vivir con él y que debía separarme de su compañía para
acabar con mi disgusto. Mis palabras lo sorprendieron y lo entristecieron
profundamente. Sus ojos me miraron suplicando. Su mano me estrechó con más
fuerza.
“¿Por qué quieres dejarme —dijo
con su odiosa voz de teatral apasionamiento—; por qué quieres dejarme una vez
más tan solo? ¡Te he estado esperando durante tanto tiempo en silencio, durante
tantos años he contado las horas que me acercaban a estos momentos! Y ahora que
estás conmigo, ahora que te amo, que hablamos del amor y de la belleza del
mundo, de los pesares de sus criaturas, ¿quieres dejarme solo en esta ciudad
tan triste, tan lentamente triste?”
No respondí a sus palabras sino
con un gesto de rabia. Pero cuando me adelanté para irme sentí su brazo
aferrarme con violencia y escuché de nuevo su voz que me decía sollozando:
“No, tú no partirás. ¡No te
dejaré partir! Soy tan feliz ahora de poder hablar a alguien que puede
comprenderme, a alguien que todavía tiene un corazón, ardiente, que viene de
las ciudades de los vivos, que puede escuchar todos mis gemidos y acoger mis confesiones.
¡No, tú no partirás, no podrás partir! ¡No permitiré que te vayas!”
Tampoco esta vez respondí y todo
el día permanecí con él sin hablar. Él me miraba en silencio y me seguía
siempre.
Al día siguiente me preparé para
irme pero él se plantó ante la puerta y no me dejó salir hasta que no le hube
prometido que me quedaría con él durante todo el día.
Así pasaron todavía cuatro días.
Yo intentaba eludirlo, pero él me perseguía constantemente, aburriéndome con
sus lamentaciones e impidiéndome, aun por la fuerza, abandonar la ciudad. Mi
odio, mi desesperación crecían de hora en hora. Finalmente, al quinto día,
viendo que no podía liberarme de su celosa vigilancia, pensé que sólo me
quedaba un medio y salí resueltamente de casa seguido de su lamentable sombra.
También aquel día anduvimos por
el estéril jardín donde tantas horas había pasado yo con su alma, y nos
aproximamos, también aquel día, al estanque muerto cubierto de hojas muertas.
También aquel día nos sentamos sobre las falsas rocas y separamos con la mano
las hojas para contemplar nuestras imágenes. Cuando nuestros dos rostros
aparecieron juntos sobre el espejo sombrío del agua, me volví rápidamente,
aferré a mi yo pasado por los hombros y lo arrojé de cara al agua, en el sitio
donde aparecía su imagen. Empujé su cabeza bajo la superficie y la sostuve
quieta con toda la energía de mi odio exasperado. Él intentó resistirse; sus
piernas se agitaron violentamente pero su cabeza permaneció bajo el remolino
trémulo del estanque. Después de algunos instantes sentí que su cuerpo se
aflojaba y debilitaba. Entonces lo solté y cayó aún más abajo, hacia el fondo
del agua. Mi odioso yo pasado, mi ridículo y estúpido yo de otros años había
muerto para siempre. Abandoné con calma el jardín y la ciudad. Nadie me molestó
jamás por este hecho. Y vivo ahora todavía en el mundo, en las grandes ciudades
de la costa, y me parece que me falta algo cuyo preciso recuerdo no poseo.
Cuando me asalta la alegría con sus tontas risas pienso que soy el único hombre
que ha matado a su yo y que vive todavía. Pero esto no es suficiente para que
permanezca serio.
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